Miquel Alzamora. Febrero 2024. Hoy les hablaré de algo que no me gusta nada. Lo aborrezco. Y no es otra cosa que comprar ropa. Sencillamente lo detesto. Afortunadamente para los negocios de venta de pantalones, jerséis, camisas, americanas y complementos hay mucha gente a la que sí le gusta o más que gustarle le entretiene. Mi vecino compra ropa casi cada semana. Es una forma de evadirme, me dice. Yo me evado viendo un partido, aunque sea de Segunda B, pero no comprando ropa.
Me siento como si una cámara oculta me estuviera persiguiendo, incapaz de discernir si esto puede o no puede quedarme bien y mirando etiquetas cada vez más inteligibles. Por no hablar de las tallas. Soy incapaz de acertar a la primera lo que me lleva a quitar y poner continuamente piezas con el estrés añadido que ello supone. En el probador me pasa lo mismo que en la cabina en la que se depositan las papeletas cuando vas a votar. Entro a ase minúsculo espacio con una idea preconcebida y luego empiezo a dudar. Como cuando voy a hacerme una revisión del oído y me dicen que aporree el cristal al escuchar el ‘bip’. Entro en pánico y aporreo sin parar.
Volviendo al tema que nos ocupa, el otro día estuve en Uomo, aquí en Palma, muy cerca del mercado del Olivar. Iba yo cargado de temores y temblores en busca de una camisa y el dependiente, mitad comercial, mitad psicólogo, intuyó el mar de dudas en el que me encontraba y me rescató de mi oscuridad acertando casi al momento con la talla y el color. Todo sería más fácil para mi estado de ánimo si echara mano de comprar por internet, pero si no acierto en persona cómo iba a hacerlo virtualmente, sería un ir y venir constante de mensajeros. El pequeño comercio está lleno de hombres y mujeres valientes que cada día rescatan a tipos como yo que se pierden entre expositores y maniquíes. Son héroes sin capa.