Miquel Alzamora. Febrero 2024. En ocasiones me pasan cosas tan extrañas a las que ni yo mismo doy crédito. En uno de los últimos viajes en avión llevaba puestas las gafas de sol de aumento porque tengo una miopía acentuada. Estaba convencido de que llevaba las normales en la mochila cuando lo que realmente hice fue facturarlas. Una idiotez como las muchas que suelo hacer casi a diario. Entré en el aeropuerto a las tres de la tarde y entre retrasos y cambios de puerta eran las ocho de la noche y ahí estaba yo con las gafas de sol en la terminal porque si me las quitaba casi era peor. Al menos con las gafas puestas intuía algo de lo que ocurría alrededor. Pero luego empecé a comerme la cabeza y a pensar cosas raras. ¿Y si me confunden con un terrorista? Eso pasa en las películas. O lo que es peor. ¿Y si me confunden con un modelo famoso que quiere pasar desapercibido? Eso sería peor.
Entonces me las quité y el mundo a mi alrededor quedó desenfocado. La vida de los miopes es así. La vemos distorsionada sin gafas o lentillas. Pero como ya estaba en la puerta de embarque decidí arriesgarme. Entonces, alguien pasó por mi lado a apenas tres metros y me saludó a la mallorquina, ya saben, si detenerse y medio levantando la cabeza mientras decía eso de ¡uep, com anam! y venía en mi dirección. Contesté con la misma efusividad. Resultó que saludaba a otro señor que estaba detrás de mí. Lo supe porque pasó de largo y se puso a hablar con él y no conmigo. Decidí entonces no saludar a nadie más y morir en el corner de la sala de embarque como muere un equipo pequeño que quiere que termine el partido adentrado ya en el descuento. Salir sin gafas a la calle es peor que salir desnudo. Al menos sin ropa cuando te saludan, sabes que es a ti a quien se dirigen.